
La encina, desde su sitio en la tierra donde todo lo ve, todo lo mira, todo lo observa y todo lo siente, estaba feliz y contenta, porque desde allí veía el sol, las nubes, las estrellas y las serpientes. Se sentía parte del universo, se sentía libre e independiente.
De pronto vio venir por la senda al hombre que todos los días la visitaba, con su piara de cerdos, con su tranquila mirada.
Ella, como siempre, también lo esperaba.
Él se acercó despacito a su encina querida, -era bella y robusta- y la abrazó con su mirada. Quiso ser pájaro para posarse en sus ramas, viento para poder acariciarla, agua para poder regarla y sol para poder calentarla.
Y despacito se sentó en la tierra, apoyó en su tronco la espalda, cerró los ojos y allí, a la sombra, pensó en su amada.
Entonces la encina sintió por dentro como un fuego que la abrasaba y comprendió que no era tan independiente, tan fuerte, y tan libre, como ella pensaba porque sentía por ese hombre admiración, respeto, amor, como una mujer enamorada.
Él la necesitaba a ella y ella a él también lo necesitaba.
Así la encina soñadora, contenta e ilusionada, volvió a sentirse parte del universo y, como por arte de magia, soñó que era una estrella, una hormiga, una serpiente, una cigüeña, que era... una encina amada.
Y, al igual que el hombre, se sintió fuerte y débil, libre y esclava. Se sintió como la mujer que de él estaba enamorada.
Y fue feliz al comprender que como él a ella, ella a él también lo amaba.
(Febrero, 2005)
1 comentario:
Hadita, es una historia muy bonita. Melba.
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